El hombre del traje entra en la habitación acolchada. No ha leído los dossiers que trae bajo el brazo, informes detallados de los últimos cuatro años de tratamiento sobre Lorena Vereda, aquejada de alucinaciones audiovisuales y psicosis grave. Los arroja sobre la mesa que le separa de la enferma mental. Al hombre del traje gris azulado no le gustan las batas blancas, que le señalarían como otro más de su profesión y ocultarían sus ropas, su clase, su estatus social. Limitan tanto como las camisas de fuerza de los pacientes. Limitan tu aspecto, tu imagen, aquello que emites de ti para que sea juzgado antes que nada. Limitan quién te dispones a ser.
Mira a un lado, al amplio espejo de observación. Han asegurado al hombre del traje y las gafas de montura de plata que no sería vigilado. Toma asiento -frente a la mujer, sentada y amarrada a su propia silla- sin dejar de mirar a un punto concreto del espejo. Señala a ese punto retrepado en su silla. Al otro lado del espejo, un médico ansioso se marcha, pálido, sin saber cómo le ha descubierto el hombre trajeado que viste sus ojos de plata. El hombre mira por primera vez a su paciente. Pronuncia su nombre:
-Lorena.
La mujer sufre estremecimientos. Lagrimea y murmura en voz baja. La mención de su nombre tarda en afectarla. Levanta, muy despacio, su cabeza hacia el hombre de ojos de plata vestido de cielo sucio. Quizá esboza una sonrisa:
-Tú… el hombre medicina… el sacerdote viene a recoger al mono sagrado…
El hombre de plata y cielo sucio le devuelve la mueca con los labios. Memoriza, despacio, cada palabra de la referencia mitológica. Vuelve a hablar, por fin:
-Ven, Lorena. –los pequeños gestos espasmodicos vuelven. Se agudizan; los brazos se tensan, los ojos parpadean desacompasadamente. Los dientes apretados se abren y cierran tajantes, para lacerar los labios, masticar la lengua. El hombre de cielo plata manchado es un borrón que se acerca abriéndose paso entre las palabras de Lorena:
-No… ¡No! ¡Se lo dije! … se lo dije, mano de milenio y gamba… -Cada segundo cuenta antes de que se haga daño. No hay testigos, pero hay electrodos; los signos vitales de Lorena Vereda bajo minucioso registro y observación. En unos instantes un grupo de médicos irrumpirá en la sala para medicarla e impedir que se autolesione.
Al hombre de la plata celeste sucia nada de esto le importa. Extiende su mano, sin prisa, saboreando el momento, quizá el peligro de dejarla a su suerte. Palpa suavemente la cara asustada, en los puntos correctos, cada dedo en su lugar, el pulpejo del pulgar apoyado donde debe, el anular cosquilleando suavemente sin apenas tocar. Lorena se detiene, cierra los ojos, sonríe con placidez. No los abre hasta que el hombre retira su caricia. Se mira a sí misma y al hombre bien vestido que la contempla con ligera suficiencia. Lorena siente a su conciencia nadar hacia arriba entre mares de pesadillas y recuerdos semiilusorios, tratando de situarla en el ahora. Sufre aun de ligeras convulsiones, mientras el hombre del traje gris azulado de gafas montadas en plata y la mirada fría se separa de ella sin dirigirle una palabra ni una mirada, descorre el cerrojo de la puerta para permitir el paso al equipo médico y se marcha.
Al fondo del corredor, un joven impetuoso observa cómo se marcha. Es su héroe. Una leyenda viva. El hombre del traje gris y los ojos fríos tras el vidrio y la plata ha hecho lo imposible una vez más, y el joven ansía conocerle, hablarle, estrechar su mano. Se le acerca; su ídolo lo mira con cierta altivez –perdonable, comprensible, obviable- cuando abre la boca para presentarse.
La diestra del hombre bien vestido se apoya en el hombro del muchacho. Aferra bruscamente el hombro asustado, en los puntos correctos, cada dedo en su lugar, la muñeca ejerciendo la presión que debe, índice y corazón hincándose suavemente. Una oleada de pánico arrasa al joven medico, sus rodillas se derrumban y él con ellas, cayendo al suelo, paralizado; apenas se da cuenta de que el hombre del traje azul grisáceo se ha marchado. En el mismo momento en que comprende que ése era el modo exacto en que su tío le sujetaba para pegarle, Lorena Vereda se da cuenta de que alguien la ha devuelto a la lucidez con la misma caricia con que la despertaba su madre de niña.
3 comentarios:
Está bien...Además has cambiado el tamaño de letra, cosa muy a tu favor. Opino que el blog progresa adecuadamente. Esta vez me lo he leido enterito. Un ebsote enorme, muakkkkkkkk
Hola, mi ángel! por fin te comento, aunque sabes que siempre, siempre te leo.
Me encanta este texto, te lo dije la primera vez que lo publicaste, y me encanta lo que has añadido, la sensación de ser conscientes, al mismo tiempo, de que ha puesto su mirada en sus más profundos recuerdos, y puede jugar con ellos como quiera. Es escalofriante.
En fin, peque, a ver si publicas más.
Un besote enorme! DTB
Oh, cierto, esta ya me la enseñaste en su día y me dijiste "que casualidad, Lorena" y yo "pues sí y encima está loca como yo XD"
En fin, que yo no sé que ponerte chico, si al final teníamos conversaciones más inteligentes antes XD pero bueno... Como mínimo yo dejo coments largos y currados XD
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