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sábado, 5 de julio de 2008

De la piedra que soñaba ser halcón

A los trece años, mi mundo perdió el poco sentido que había empezado a tener cuando conocí a la piedra que quería ser halcón. Era un pedazo de carbón al que, con un pequeño esfuerzo, se le podía achacar una vaga forma de pájaro. En él había un dibujo tallado por los vaivenes geológicos que, por el contrario, requería que el observador se concentrara para no ver un auténtico halcón, vivo y ágil y presto a alzar el vuelo, algo absurdo de ver para nadie que pueda presumir de cordura. Pero claro, como he dicho, yo tenía trece años.

La piedra surcaba el aire una vez y otra, de mis manos a las de mi hermano mayor, que la recibía con un guante de béisbol. No porque yo lanzara muy fuerte, qué va, pero a la piedra sólo le gustaba yo, y en manos de los demás les quemaba engañándoles. Es decir, no quemaba de verdad, pero ellos lo sentían. Refulgía, cada línea del halcón iluminada por una incandescencia que no era más que un sueño. ¿Por qué yo no sentía que sostenía un pedazo de lava encerrado en carbón? Supongo que era el adecuado para comprenderlo, y eso era todo.

Fue a los quince años que mis padres me mandaron a terapia. Sí, habían visto la piedra. Y la habían tocado, y les había quemado, y no tenían explicación alguna. No podían razonarlo, no podía tener sentido. La piedra y yo alterábamos su concepto de lo posible y abría posibilidades desconocidas. Por lo tanto, me llevaron a mi al psicólogo, porque eso sí lo comprendían. Luego al psiquiatra, porque el psicólogo más caro de la ciudad sólo pudo diagnosticarme "una imaginación maravillosa". No culpo a mis padres. He tardado en dejar de hacerlo, pero he aprendido a no odiarles por ello. Sólo estaban… ciegos, supongo. Y los ciegos no pueden concebir la realidad del que sí ve. ¿Cómo no voy a perdonar que lo envidien?

El psiquiatra propuso media docena de teorías, de distintas enfermedades mentales y psicosis menores, cosa que siendo una mala noticia fue tenida como cierta, porque satifacía los miedos de mis padres. Todas pasaban por el mismo principio, cómo no: quitarme la piedra. Me animaron a destruírla. Era una cosa. Sólo una cosa que yo tenía. Pero soñaba, y compartía conmigo ese sueño. Era casi feliz volando cuando nos la lanzábamos.
Era mi amigo, no como un perro, ni siquiera como un gato. Sólo era parte de mi entorno, sacada del cuento fantástico que Thoreau nunca escribió…

Me obligaron a lanzarla al fuego. Hicimos una hoguera en campo abierto -en casa había una chimenea, pero no querían que tuviera ese mal recuerdo asociado con nuestra casa- y me mantuvieron de pie. Lloré hasta vomitar. No me dejaron. Me dolían las piernas y tenía hambre. Las tripas eran ácido, de dentro a fuera. El corazón no latía, sólo se convulsionaba intentando salir. Era un crío. No podré olvidarlo nunca. Mis pesadillas han recordado durante años cómo mi brazo lanzó la piedra.

El pedazo de carbón refulgía en el aire. Por última vez, la piedra voló…se estrelló contra las llamas. Por entonces no sabía cuanto debía tardar, pero ya en aquel tiempo comprendí que no era suficiente, que era demasiado rápido, que aquel fuego no podía crecer así. Sentí la acidez de mis entrañas y comprendí. Igual que yo, la piedra ardía por dentro más que por fuera. Quizá esperaba a que yo lo entendiera, porque justo en ese momento la hoguera se convirtió en un pilar de fuego, alto como un edificio, ondulante, serpenteante… En ese momento se corrigió un error terrible, y los retazos de llama cayeron y se apagaron rápidamente en la tierra y la hierba verde y fresca mientras el halcón de fuego vivo se alzaba en el aire con un chillido de ave de presa y volaba en pos de su destino. Mi corazón aun le persigue. Gracias a él sé que hay más en este mundo que locura y miedo. Gracias a Dios, hubo una señal en mi vida para traerme sueños que perseguir y que conquistar. Gracias.

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Esta entrada se cataloga como "RPG" porque pertenece al capítulo sobre los místicos del juego de rol que estoy escribiendo y diseñando. En cambio, he preferido no catalogarla necesariamente como dentro de "Dark'n'Soul". Estoy satisfecho de como ha quedado: podría haberla trabajado más, pero perdía la espontaneidad infantil que buscaba cuantas más vueltas le daba. Espero que os guste.

sábado, 28 de junio de 2008

Un ensayo sobre el plano astral


(Extracto del ensayo “Encontrando el más allá: teorías sobre nuestra especie”, de la doctora Siyanda H.)

4.0 - El Plano Astral

(…) Se teoriza si los pequeños insectos, como las hormigas, sienten el mundo en sólo dos dimensiones. Las bestias superiores perciben tres, pero el paso del tiempo no es significativo para ellas. Pocos seres comparten con la humanidad la consciencia de esa cuarta dimensión. Y es sólo nuestra especie, la naciente élite genética del hombre, la que es capaz de percibir la quinta dimensión: el plano astral.

Toda materia existe en tres dimensiones demostrables. A través de su flujo en la cuarta, el tiempo, dejan de existir como eran previamente y se transforman. El plano astral va más allá, siendo el punto de flujo de la abstracción y el concepto; sólo una mente humana -o neohumana- puede acceder a esta dimensión que da consistencia a las teorías de Platón de un modo nunca antes soñado. Las emociones, siendo como son mentiras y juegos electroquímicos de nuestras hormonas y cerebro, son una fuerza tan evidente como la gravedad: mantienen la cohesión de nuestras Psiques y forman parte de nuestra vida física de forma constante. La teoría del plano astral nos permite explicar la gran variedad de habilidades del homo sapiens ultra. (…)

Teorizamos a continuación sobre como la existencia del plano astral explica los poderes más conocidos de cada una de las cuatro evoluciones:

-Sensores: la más frecuente de las habilidades Psi, presente en su forma más común como deja vu, intuiciones y sueños premonitorios. Dado que la quinta dimensión se superpone a la cuarta, es posible percibir hechos futuros y pasados (ver secciones 10.4, “Precognición” y 10.7, “Psicometria”, entre otros). Hay precedentes de la percepción de otras fuerzas conceptuales, como el peligro, la suerte o la muerte, pero es más habitual la capacidad de sentir emociones (sección 10.2, "Empatía"). Otra facultad conocida es la llamada visión remota, que confiere percepciones visuales y/o auditivas de lugares lejanos al cuerpo físico. Es posible que esta sea una versión de capacidad más limitada del viaje astral, un poder distinto mediante el cual un Sensor se sumerge en el propio plano, posiblemente teniendo acceso a todas las percepciones antes referidas, pero muy difícil de invocar o controlar voluntariamente.

-Telépatas: probablemente la más conocida de las evoluciones, los Psi llamados telépatas pueden enfocar con más precisión su percepción del plano astral; concretamente, sincronizan las emisiones de uno o varios seres concretos, pudiendo tener acceso a pensamientos presentes que leer o con los que comunicarse, o remontarse en el tiempo para acceder a su memoria y conocimientos; incluso es posible modificar esos recuerdos y así introducir cambios de conducta en el ser afectado. Del mismo modo, se puede implantar una "orden" que se active en el futuro ante cierto estímulo, como un reflejo condicionado o una sugestión hipnótica (ver capítulo 11, "Telepatía aplicada").

-Psicokinéticos: esta evolución canaliza la energía del Psiónico hasta generar una forma de gravedad extraplanar, capaz de afectar a los objetos materiales. Al nivel más crudo, pueden desplazarse pequeños objetos. Con práctica, pueden alzarse pesos descomunales o realizar manipulaciones altamente precisas (ver 12.2, "Telekinesia"). En una escala más sutil, es posible acelerar la velocidad de las partículas atómicas para calentar o incendiar los objetos y aun el mismo aire que rodea al Psi. La manipulación molecular, que posibilita modificar y controlar la materia al nivel más primario, tampoco es un imposible, aunque quizá sea el más infrecuente entre los poderes Psi (sección 12. 5, "Pirokinesis y Nanokinesis").

-EgoPsi: esta fascinante evolución no afecta al entorno del Psi: los Ego Psi gobiernan su propia energía astral. Poseen la capacidad de alterar sus propias convicciones y emociones, e incluso de influir sobre el concepto de como cree su cuerpo que se debe formar, desarrollar o restaurar. Es necesario una percepción neohumana para distinguir a un EgoPsi normal de una persona de fuerte voluntad: tienden a alcanzar la excelencia física y mental mediante pura autodisciplina, pero es posible mucho más: hay informes de Psi con órganos extra de reserva, músculos autodiseñados o usados como armadura natural, "interruptores" psicológicos para aumentar la tolerancia al dolor; incluso miembros u ojos adicionales. Teorizo con la posibilidad de cerebros adicionales y hasta de autoclonación, probablemente en forma de partenogénesis o de un sofisticadísimo y prolongado proceso de mitosis (véase 13.0, "EgoPsi: el Autocontrol").

(…) Proseguimos nuestro estudio buscando cómo integrar la teoría del plano astral -no olvidemos que, al fin y al cabo, es básicamente una conjetura que sirve para dar una explicación, aunque los viajes astrales parezcan sustentarla- en otras hipótesis sobre la física del universo. Concretamente, la teoría de las supercuerdas parece muy accesible, y nos preguntamos cuantos más planos desconocidos podemos alcanzar a discernir.

miércoles, 11 de junio de 2008

Sobre el suicidio y Alyosha

Siempre me he preguntado cómo puede haber alguien con la sangre fría de escribir su propia nota de suicidio. Atenazado por un miedo o una angustia tan sobrecogedores como para decidir deshacerte de ti mismo, te sientas y escribes tu último mensaje. Una despedida, una disculpa, una maldición, lo que sea. ¿Cómo lo hizo mi tío Néstor? Decía no tener fuerzas para seguir viviendo ni un minuto más, ¿cómo pudo sentarse durante horas y relatar lo que él llamaba el fracaso de su vida?

Bueno, la respuesta es que resulta liberador. Notas a tu fin acercándose, no lo dudas; de hecho, por primera vez, se termina el pánico subliminal que moraba en ti desde que fuiste consciente de tu propia mortalidad. Fin. Sin miedo, alcanzas la paz. Ya no temes morir, todo lo contrario: tienes fe en la muerte. No viene ella a por ti, como un ladrón en la noche. Eres tú quien llama a su puerta. Tu mente se sosiega tanto que puedes contemplar lo horrible que es sentir esta calma, como si tu corazón muriera por sí mismo cuando decides morir por entero. El horror de esa revelación te golpearía si siguiera importándote, si tuviera donde golpear. Pero te has puesto más allá de su alcance, y estúpidamente crees que eso te hace superior.

Huyes. Dílo claro. Huyes de tus seres queridos, tus responsabilidades hacia ellos. Huyes de tu enfermedad porque la esperanza de curarte te hace sufrir al no cumplirse, así que haces desaparecer la posibilidad de volver a estar sano, y así no sufres. En vez de perseverar por lo mejor, te lanzas a la seguridad de lo peor. Maldito seas por rendirte. Dios te perdone, y que me perdone a mi por maldecirte. Pero escoger morir… nunca entenderéis, desgraciados, que los que tenemos a la muerte a flor de piel no podemos evitar odiaros. Yo siento a los gusanos de las vidas condenadas royéndome el espíritu, de día y de noche, susurrando vuestras mentiras. Son mi herencia y, retorcidamente, mi propia esperanza. Y habrán muchos más antes de que pueda ser libre yo mismo y mi existencia termine al fin.

Hasta entonces, sólo quisiera estar ahí antes de que vuestro camino se tuerza. Y besaros y abrazaros y daros una pizca de afecto, que tanto puede hacer cuando no parece haber escapatoria. Y probablemente, sólo por haberlo pensado, luego espero que me déis permiso para abofetearos. Sólo una vez. Que sean dos. Os lo agradecería de corazón.

martes, 29 de abril de 2008

Mi gata Talim

Un peso ondula sobre mi pecho cuando intento reunir ánimos para despertarme. Mi gata Talim me mulle mientras ronronea. Todos los felinos pueden ronronear. Los pumas ronronean. Los linces ronronean. Sirve para relajar a los cachorros mientras nacen. Mi gata de kilo y medio ronronea a un adulto de cincuenta veces su peso. ¿Por qué?

El gato doméstico es el felino más pequeño que existe, y el que más usa su ronroneo. No necesita cazar, juega más que caza. A veces matan pequeñas presas. A veces se las comen, otras no. Y ronronean, ronronean, ronronean. No me puedo levantar. Me duermo. ¿Para qué lo hace? ¿Para qué me duerme? Me imagino al gato, con esos ojos que brillan sin luz, o con luz propia, o simplemente que ven más allá. Tiene los ojos cerrados, pero sé que debajo brillan, debajo de los párpados y del ronroneo. Está acechando.

Acecha mi sueño. En cuanto yo me duerma, empezaré a soñar, y mi gata saltará sobre el sueño. Quizá se lo coma, quizá no. Quizá nos controlan, nos someten. Nos mullen, clavándonos las garras con gesto inocente y disimulado sadismo. Son astutos y perversos, y nos dominan con su sutileza, tocan nuestras mentes desnudas…

-Piensas demasiado -me dice mi gata Talim.

"La verdad, tiene razón", medito mientras me vuelvo a dormir.

sábado, 19 de abril de 2008

Israel Maschen

El hombre del traje entra en la habitación acolchada. No ha leído los dossiers que trae bajo el brazo, informes detallados de los últimos cuatro años de tratamiento sobre Lorena Vereda, aquejada de alucinaciones audiovisuales y psicosis grave. Los arroja sobre la mesa que le separa de la enferma mental. Al hombre del traje gris azulado no le gustan las batas blancas, que le señalarían como otro más de su profesión y ocultarían sus ropas, su clase, su estatus social. Limitan tanto como las camisas de fuerza de los pacientes. Limitan tu aspecto, tu imagen, aquello que emites de ti para que sea juzgado antes que nada. Limitan quién te dispones a ser.

Mira a un lado, al amplio espejo de observación. Han asegurado al hombre del traje y las gafas de montura de plata que no sería vigilado. Toma asiento -frente a la mujer, sentada y amarrada a su propia silla- sin dejar de mirar a un punto concreto del espejo. Señala a ese punto retrepado en su silla. Al otro lado del espejo, un médico ansioso se marcha, pálido, sin saber cómo le ha descubierto el hombre trajeado que viste sus ojos de plata. El hombre mira por primera vez a su paciente. Pronuncia su nombre:

-Lorena.

La mujer sufre estremecimientos. Lagrimea y murmura en voz baja. La mención de su nombre tarda en afectarla. Levanta, muy despacio, su cabeza hacia el hombre de ojos de plata vestido de cielo sucio. Quizá esboza una sonrisa:

-Tú… el hombre medicina… el sacerdote viene a recoger al mono sagrado…

El hombre de plata y cielo sucio le devuelve la mueca con los labios. Memoriza, despacio, cada palabra de la referencia mitológica. Vuelve a hablar, por fin:

-Ven, Lorena. –los pequeños gestos espasmodicos vuelven. Se agudizan; los brazos se tensan, los ojos parpadean desacompasadamente. Los dientes apretados se abren y cierran tajantes, para lacerar los labios, masticar la lengua. El hombre de cielo plata manchado es un borrón que se acerca abriéndose paso entre las palabras de Lorena:

-No… ¡No! ¡Se lo dije! … se lo dije, mano de milenio y gamba… -Cada segundo cuenta antes de que se haga daño. No hay testigos, pero hay electrodos; los signos vitales de Lorena Vereda bajo minucioso registro y observación. En unos instantes un grupo de médicos irrumpirá en la sala para medicarla e impedir que se autolesione.

Al hombre de la plata celeste sucia nada de esto le importa. Extiende su mano, sin prisa, saboreando el momento, quizá el peligro de dejarla a su suerte. Palpa suavemente la cara asustada, en los puntos correctos, cada dedo en su lugar, el pulpejo del pulgar apoyado donde debe, el anular cosquilleando suavemente sin apenas tocar. Lorena se detiene, cierra los ojos, sonríe con placidez. No los abre hasta que el hombre retira su caricia. Se mira a sí misma y al hombre bien vestido que la contempla con ligera suficiencia. Lorena siente a su conciencia nadar hacia arriba entre mares de pesadillas y recuerdos semiilusorios, tratando de situarla en el ahora. Sufre aun de ligeras convulsiones, mientras el hombre del traje gris azulado de gafas montadas en plata y la mirada fría se separa de ella sin dirigirle una palabra ni una mirada, descorre el cerrojo de la puerta para permitir el paso al equipo médico y se marcha.

Al fondo del corredor, un joven impetuoso observa cómo se marcha. Es su héroe. Una leyenda viva. El hombre del traje gris y los ojos fríos tras el vidrio y la plata ha hecho lo imposible una vez más, y el joven ansía conocerle, hablarle, estrechar su mano. Se le acerca; su ídolo lo mira con cierta altivez –perdonable, comprensible, obviable- cuando abre la boca para presentarse.

La diestra del hombre bien vestido se apoya en el hombro del muchacho. Aferra bruscamente el hombro asustado, en los puntos correctos, cada dedo en su lugar, la muñeca ejerciendo la presión que debe, índice y corazón hincándose suavemente. Una oleada de pánico arrasa al joven medico, sus rodillas se derrumban y él con ellas, cayendo al suelo, paralizado; apenas se da cuenta de que el hombre del traje azul grisáceo se ha marchado. En el mismo momento en que comprende que ése era el modo exacto en que su tío le sujetaba para pegarle, Lorena Vereda se da cuenta de que alguien la ha devuelto a la lucidez con la misma caricia con que la despertaba su madre de niña.

jueves, 10 de abril de 2008

Desde la Oscuridad

Si las demás personas se atreven a salir de sus casas es porque a ellos no intenta aplastarlos. Como un océano de aire destapado, lleno de peligros sin un origen visible, el exterior vigila con la única intención de devorar, tarde o temprano, todo lo que se confía y se refugia debajo de él. Prefiero con mucho enfrentarme a mi casa, que parece hecha de ruidos por todas partes, en cada sucio rincón. La porquería se acumula por todas partes, arrastrada por las corrientes de aire que pretenden alcanzarme, la forma que tiene el exterior de acercarse e intentar rodearme. Hay demasiado por limpiar, siempre demasiado, debajo de la cama y la mesa, en el pequeño lavadero. Si intento recogerlo, los soplidos del viento remueven toda esa ceniza para hacerme toser, para asfixiarme. Y yo siempre huyo, porque no puedo luchar contra eso, no puedo salir fuera o abrir las puertas. Yo no. Ya no. Huyo y enciendo mi radio, donde puedo oír voces amigas que hablan a los oyentes, que me hablan a mí. Ya no tengo televisor. La televisión no habla contigo, sólo dice cosas. En ningún programa jamás me dijeron nada.

Los médicos me dijeron que hicieron cuanto pudieron por mi madre, y durante meses se alternaron las esperanzas de recuperación y las crisis que la alejaban de la vida. Mamá se llamaba Mireia, como yo, Mireia Bravo madre de Mireia Martínez. Mamá me protegió de pequeña, porque nunca estuvimos con mi padre, y me enseñó a jugar al escondite. Ella contaba mientras yo me escondía, y luego me buscaba por todas partes, y yo me quedaba muy muy quieta para que no pudiera pasarme nada. Y luego salía para poder estar con mi Mamá. Mamá no se despertó en los nueve meses que pasaron desde el accidente; nueve meses para gestar su muerte. Sólo recobró la conciencia durante doce minutos, mientras yo la velaba. Mamá murió despierta, vomitando sangre, llorando sangre, deshaciéndose. Adios, Mamá. Gracias por enseñarme lo que puede pasar en la calle.

Aprendí de Mamá. Ella me legó su prudencia, su piso -donde ahora vivo- y sus últimos momentos. No en el hospital, no atravesada por tubos que la mantenían viva como los hilos de una marioneta la mantienen de pie. En mis sueños la veía morir, me convertía en ella cuando el coche la perseguía. Los faros brillantes, horribles. Me abrasan la piel de la cara y las manos. Me queman los párpados para que no pueda dejar de mirar. Me persiguen y me acosan hasta que me acorralan. Y despues de eso, por suerte, me muero y se acaba todo.

Pero el miedo se despierta a la vez que yo. La primera vez que tuve el sueño, me levanté y rápidamente encendí la lamparita de mi cabecera. Sudaba y lloraba, toda la cara llena de agua salada de mi piel y mis lágrimas. Lo único que distinguía uno de otro era que el sudor helado me escocía cuando me entraba en los ojos. La segunda vez me di cuenta, entre el llanto, de que mi lámpara se me había quedado mirando. Brillaba. Me puse nerviosa y la apagué para que no se le ocurriera hacerme daño. Esta tercera vez lo ha conseguido. Caí desde el sueño hasta mi cuerpo, con mi corazón intentando huir de mi pánico, saltando con mucha fuerza desde mi interior, y por instinto encendí la luz. La luz. En cuanto pulsé el interruptor se volcó encima mío el calor odioso de la bombilla. Intenté arrancarla del portalámparas y me atacó, me quemó la mano. Cogí el portalámparas y tiré con miedo y dolor hasta que el cable se partió y la luz murió. Entonces he vuelto a llorar y he corrido por la casa sucia de sombras hasta el cuarto de baño, y he abierto el grifo y vertido agua fría sobre mi mano herida.

Bajo todas las persianas y cubro las vidrieras del patio de luces con cortinas opacas, por si la luz del sol decide hacerme daño también. Horas despues, horas que he pasado sin dejar de sollozar, veo que ha bastado para protegerme. El piso queda en una penumbra vibrante, que sería agradable si no estuviera en un lugar tan repugnante como mi casa. Por primera vez, veo lo que ocurre normalmente en mi hogar cuando yo no estoy. Las sombras de mis muebles se retuercen muy despacio, cobran vida y ríen silenciosas carcajadas. Son monstruosas porque encarnan todo lo malo que habita en mí. Se alimentan de mí, del odio, la rabia, el desprecio y la impotencia que ellas y yo misma me inspiran. Han puesto a la luz en mi contra y ahora no tengo nada que emplear contra ellas. Camino por la casa buscando algo con que defenderme.

Un zumbido grave y eléctrico gruñe sin cesar; mi radio también me odia ahora. ¿Cuanto tiempo lleva rugiendo en voz baja? ¿Desde la noche anterior, el día anterior, la semana anterior? Gorgotea constantemente, moribunda. Como Mamá. Me acerco y la apago, como quería Mamá que hicieran con ella, pero ella no pudo decirlo. El silencio de cementerio que se ha formado sin mi radio es infernal. Diabólico. Siento la tentación de encenderla otra vez para sentirme mejor. ¿Fue por eso que no dejaban que mi madre muriera? ¿Para ellos? No quiero creerlo. Tiro la radio muerta al suelo y la pisoteo, salto sobre ella para que no tenga que sufrir más, y despues corro de nuevo hacia mi cuarto, donde puedo meterme en la cama y cerrar los ojos para que no haya más oscuridad que la de mis sueños, inofensiva.

Al correr, una sombra se me enrosca en la pierna para hacerme caer. Me derriba contra la mesa y arrastro al suelo a dos sillas conmigo, una de las cuales me hace daño. No podré llegar a mi cuarto. No tengo oportunidad de huir. No puedo salir a la calle, al aire libre, al exterior, para no sufrir como Mamá. No puedo descorrer las cortinas para destruir la oscuridad, abriendo paso a la luz, para no sufrir como Mamá. No me puedo quedar en este piso enfermo y mugriento conquistado por las tinieblas, o me arrastrarán al infierno y sufriré como sufre ahora Mamá. No tengo salida. No tengo armas. No puedo hacer nada...

Sí. Sí, me queda una posibilidad. Qué ciega he estado al no verla.




Ya no hay nada. No hay miedo. No hay infierno. No hay un infinito espacio abierto. No hay suciedad que ahoga. No hay luz de llamas ni sombras crueles. Las únicas cosas que hay son un dolor que se esfuma poco a poco; el cuchillo en mi mano derecha; mis ojos, rígidos y quebrados, llenos de jugo, en mi mano izquierda; y el resto del mundo es la oscuridad de mis sueños, inofensiva.