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martes, 29 de abril de 2008

Mi gata Talim

Un peso ondula sobre mi pecho cuando intento reunir ánimos para despertarme. Mi gata Talim me mulle mientras ronronea. Todos los felinos pueden ronronear. Los pumas ronronean. Los linces ronronean. Sirve para relajar a los cachorros mientras nacen. Mi gata de kilo y medio ronronea a un adulto de cincuenta veces su peso. ¿Por qué?

El gato doméstico es el felino más pequeño que existe, y el que más usa su ronroneo. No necesita cazar, juega más que caza. A veces matan pequeñas presas. A veces se las comen, otras no. Y ronronean, ronronean, ronronean. No me puedo levantar. Me duermo. ¿Para qué lo hace? ¿Para qué me duerme? Me imagino al gato, con esos ojos que brillan sin luz, o con luz propia, o simplemente que ven más allá. Tiene los ojos cerrados, pero sé que debajo brillan, debajo de los párpados y del ronroneo. Está acechando.

Acecha mi sueño. En cuanto yo me duerma, empezaré a soñar, y mi gata saltará sobre el sueño. Quizá se lo coma, quizá no. Quizá nos controlan, nos someten. Nos mullen, clavándonos las garras con gesto inocente y disimulado sadismo. Son astutos y perversos, y nos dominan con su sutileza, tocan nuestras mentes desnudas…

-Piensas demasiado -me dice mi gata Talim.

"La verdad, tiene razón", medito mientras me vuelvo a dormir.

sábado, 19 de abril de 2008

Israel Maschen

El hombre del traje entra en la habitación acolchada. No ha leído los dossiers que trae bajo el brazo, informes detallados de los últimos cuatro años de tratamiento sobre Lorena Vereda, aquejada de alucinaciones audiovisuales y psicosis grave. Los arroja sobre la mesa que le separa de la enferma mental. Al hombre del traje gris azulado no le gustan las batas blancas, que le señalarían como otro más de su profesión y ocultarían sus ropas, su clase, su estatus social. Limitan tanto como las camisas de fuerza de los pacientes. Limitan tu aspecto, tu imagen, aquello que emites de ti para que sea juzgado antes que nada. Limitan quién te dispones a ser.

Mira a un lado, al amplio espejo de observación. Han asegurado al hombre del traje y las gafas de montura de plata que no sería vigilado. Toma asiento -frente a la mujer, sentada y amarrada a su propia silla- sin dejar de mirar a un punto concreto del espejo. Señala a ese punto retrepado en su silla. Al otro lado del espejo, un médico ansioso se marcha, pálido, sin saber cómo le ha descubierto el hombre trajeado que viste sus ojos de plata. El hombre mira por primera vez a su paciente. Pronuncia su nombre:

-Lorena.

La mujer sufre estremecimientos. Lagrimea y murmura en voz baja. La mención de su nombre tarda en afectarla. Levanta, muy despacio, su cabeza hacia el hombre de ojos de plata vestido de cielo sucio. Quizá esboza una sonrisa:

-Tú… el hombre medicina… el sacerdote viene a recoger al mono sagrado…

El hombre de plata y cielo sucio le devuelve la mueca con los labios. Memoriza, despacio, cada palabra de la referencia mitológica. Vuelve a hablar, por fin:

-Ven, Lorena. –los pequeños gestos espasmodicos vuelven. Se agudizan; los brazos se tensan, los ojos parpadean desacompasadamente. Los dientes apretados se abren y cierran tajantes, para lacerar los labios, masticar la lengua. El hombre de cielo plata manchado es un borrón que se acerca abriéndose paso entre las palabras de Lorena:

-No… ¡No! ¡Se lo dije! … se lo dije, mano de milenio y gamba… -Cada segundo cuenta antes de que se haga daño. No hay testigos, pero hay electrodos; los signos vitales de Lorena Vereda bajo minucioso registro y observación. En unos instantes un grupo de médicos irrumpirá en la sala para medicarla e impedir que se autolesione.

Al hombre de la plata celeste sucia nada de esto le importa. Extiende su mano, sin prisa, saboreando el momento, quizá el peligro de dejarla a su suerte. Palpa suavemente la cara asustada, en los puntos correctos, cada dedo en su lugar, el pulpejo del pulgar apoyado donde debe, el anular cosquilleando suavemente sin apenas tocar. Lorena se detiene, cierra los ojos, sonríe con placidez. No los abre hasta que el hombre retira su caricia. Se mira a sí misma y al hombre bien vestido que la contempla con ligera suficiencia. Lorena siente a su conciencia nadar hacia arriba entre mares de pesadillas y recuerdos semiilusorios, tratando de situarla en el ahora. Sufre aun de ligeras convulsiones, mientras el hombre del traje gris azulado de gafas montadas en plata y la mirada fría se separa de ella sin dirigirle una palabra ni una mirada, descorre el cerrojo de la puerta para permitir el paso al equipo médico y se marcha.

Al fondo del corredor, un joven impetuoso observa cómo se marcha. Es su héroe. Una leyenda viva. El hombre del traje gris y los ojos fríos tras el vidrio y la plata ha hecho lo imposible una vez más, y el joven ansía conocerle, hablarle, estrechar su mano. Se le acerca; su ídolo lo mira con cierta altivez –perdonable, comprensible, obviable- cuando abre la boca para presentarse.

La diestra del hombre bien vestido se apoya en el hombro del muchacho. Aferra bruscamente el hombro asustado, en los puntos correctos, cada dedo en su lugar, la muñeca ejerciendo la presión que debe, índice y corazón hincándose suavemente. Una oleada de pánico arrasa al joven medico, sus rodillas se derrumban y él con ellas, cayendo al suelo, paralizado; apenas se da cuenta de que el hombre del traje azul grisáceo se ha marchado. En el mismo momento en que comprende que ése era el modo exacto en que su tío le sujetaba para pegarle, Lorena Vereda se da cuenta de que alguien la ha devuelto a la lucidez con la misma caricia con que la despertaba su madre de niña.

jueves, 10 de abril de 2008

Desde la Oscuridad

Si las demás personas se atreven a salir de sus casas es porque a ellos no intenta aplastarlos. Como un océano de aire destapado, lleno de peligros sin un origen visible, el exterior vigila con la única intención de devorar, tarde o temprano, todo lo que se confía y se refugia debajo de él. Prefiero con mucho enfrentarme a mi casa, que parece hecha de ruidos por todas partes, en cada sucio rincón. La porquería se acumula por todas partes, arrastrada por las corrientes de aire que pretenden alcanzarme, la forma que tiene el exterior de acercarse e intentar rodearme. Hay demasiado por limpiar, siempre demasiado, debajo de la cama y la mesa, en el pequeño lavadero. Si intento recogerlo, los soplidos del viento remueven toda esa ceniza para hacerme toser, para asfixiarme. Y yo siempre huyo, porque no puedo luchar contra eso, no puedo salir fuera o abrir las puertas. Yo no. Ya no. Huyo y enciendo mi radio, donde puedo oír voces amigas que hablan a los oyentes, que me hablan a mí. Ya no tengo televisor. La televisión no habla contigo, sólo dice cosas. En ningún programa jamás me dijeron nada.

Los médicos me dijeron que hicieron cuanto pudieron por mi madre, y durante meses se alternaron las esperanzas de recuperación y las crisis que la alejaban de la vida. Mamá se llamaba Mireia, como yo, Mireia Bravo madre de Mireia Martínez. Mamá me protegió de pequeña, porque nunca estuvimos con mi padre, y me enseñó a jugar al escondite. Ella contaba mientras yo me escondía, y luego me buscaba por todas partes, y yo me quedaba muy muy quieta para que no pudiera pasarme nada. Y luego salía para poder estar con mi Mamá. Mamá no se despertó en los nueve meses que pasaron desde el accidente; nueve meses para gestar su muerte. Sólo recobró la conciencia durante doce minutos, mientras yo la velaba. Mamá murió despierta, vomitando sangre, llorando sangre, deshaciéndose. Adios, Mamá. Gracias por enseñarme lo que puede pasar en la calle.

Aprendí de Mamá. Ella me legó su prudencia, su piso -donde ahora vivo- y sus últimos momentos. No en el hospital, no atravesada por tubos que la mantenían viva como los hilos de una marioneta la mantienen de pie. En mis sueños la veía morir, me convertía en ella cuando el coche la perseguía. Los faros brillantes, horribles. Me abrasan la piel de la cara y las manos. Me queman los párpados para que no pueda dejar de mirar. Me persiguen y me acosan hasta que me acorralan. Y despues de eso, por suerte, me muero y se acaba todo.

Pero el miedo se despierta a la vez que yo. La primera vez que tuve el sueño, me levanté y rápidamente encendí la lamparita de mi cabecera. Sudaba y lloraba, toda la cara llena de agua salada de mi piel y mis lágrimas. Lo único que distinguía uno de otro era que el sudor helado me escocía cuando me entraba en los ojos. La segunda vez me di cuenta, entre el llanto, de que mi lámpara se me había quedado mirando. Brillaba. Me puse nerviosa y la apagué para que no se le ocurriera hacerme daño. Esta tercera vez lo ha conseguido. Caí desde el sueño hasta mi cuerpo, con mi corazón intentando huir de mi pánico, saltando con mucha fuerza desde mi interior, y por instinto encendí la luz. La luz. En cuanto pulsé el interruptor se volcó encima mío el calor odioso de la bombilla. Intenté arrancarla del portalámparas y me atacó, me quemó la mano. Cogí el portalámparas y tiré con miedo y dolor hasta que el cable se partió y la luz murió. Entonces he vuelto a llorar y he corrido por la casa sucia de sombras hasta el cuarto de baño, y he abierto el grifo y vertido agua fría sobre mi mano herida.

Bajo todas las persianas y cubro las vidrieras del patio de luces con cortinas opacas, por si la luz del sol decide hacerme daño también. Horas despues, horas que he pasado sin dejar de sollozar, veo que ha bastado para protegerme. El piso queda en una penumbra vibrante, que sería agradable si no estuviera en un lugar tan repugnante como mi casa. Por primera vez, veo lo que ocurre normalmente en mi hogar cuando yo no estoy. Las sombras de mis muebles se retuercen muy despacio, cobran vida y ríen silenciosas carcajadas. Son monstruosas porque encarnan todo lo malo que habita en mí. Se alimentan de mí, del odio, la rabia, el desprecio y la impotencia que ellas y yo misma me inspiran. Han puesto a la luz en mi contra y ahora no tengo nada que emplear contra ellas. Camino por la casa buscando algo con que defenderme.

Un zumbido grave y eléctrico gruñe sin cesar; mi radio también me odia ahora. ¿Cuanto tiempo lleva rugiendo en voz baja? ¿Desde la noche anterior, el día anterior, la semana anterior? Gorgotea constantemente, moribunda. Como Mamá. Me acerco y la apago, como quería Mamá que hicieran con ella, pero ella no pudo decirlo. El silencio de cementerio que se ha formado sin mi radio es infernal. Diabólico. Siento la tentación de encenderla otra vez para sentirme mejor. ¿Fue por eso que no dejaban que mi madre muriera? ¿Para ellos? No quiero creerlo. Tiro la radio muerta al suelo y la pisoteo, salto sobre ella para que no tenga que sufrir más, y despues corro de nuevo hacia mi cuarto, donde puedo meterme en la cama y cerrar los ojos para que no haya más oscuridad que la de mis sueños, inofensiva.

Al correr, una sombra se me enrosca en la pierna para hacerme caer. Me derriba contra la mesa y arrastro al suelo a dos sillas conmigo, una de las cuales me hace daño. No podré llegar a mi cuarto. No tengo oportunidad de huir. No puedo salir a la calle, al aire libre, al exterior, para no sufrir como Mamá. No puedo descorrer las cortinas para destruir la oscuridad, abriendo paso a la luz, para no sufrir como Mamá. No me puedo quedar en este piso enfermo y mugriento conquistado por las tinieblas, o me arrastrarán al infierno y sufriré como sufre ahora Mamá. No tengo salida. No tengo armas. No puedo hacer nada...

Sí. Sí, me queda una posibilidad. Qué ciega he estado al no verla.




Ya no hay nada. No hay miedo. No hay infierno. No hay un infinito espacio abierto. No hay suciedad que ahoga. No hay luz de llamas ni sombras crueles. Las únicas cosas que hay son un dolor que se esfuma poco a poco; el cuchillo en mi mano derecha; mis ojos, rígidos y quebrados, llenos de jugo, en mi mano izquierda; y el resto del mundo es la oscuridad de mis sueños, inofensiva.