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lunes, 30 de diciembre de 2013

Djinn Despierta (2) - Funeral Primero

- ¡Padre! ¡Padre, no se muera! ¡Por todos los santos se lo pido!

El joven Renardo lloraba arrodillado junto a la baja cama del anciano. Los rasgos arrugados se reflejaban, tan parecidos pero tan desgastados, en los de su hijo. La cara del viejo se deformaba por la agonía de la muerte, la del joven se contorsionaba con el llanto, los ojos rojos, las mangas sucias de restregárselas tratando de limpiar lágrimas y mocos que no dejaban de brotar.


El anciano había sido un hombre duro y severo. Un hombre hecho a sí mismo que no dependía de nadie y a nadie otorgaba más confianza que la justa. Su hijo le amaba por sus virtudes y se cegaba a sus defectos; en particular, le oprimía la garganta la convicción de que su padre se le moría aquí y ahora sin haberle dicho nunca "te quiero", "estoy orgulloso de ti", o siquiera "confío en ti". Incluso ahora pareció sacar fuerzas de flaqueza sólo para tratar de abofetearle, alcanzando sólo la palmatoria junto a su cama y tirando la vela al suelo.


- No quiero... santos aquí, ni todos ni muchos ni pocos. No hay... nada sagrado, hijo. Hay quienes ganan y... quienes no. Eso es todo... la ley del más fuerte. Escúchame bien -un golpe de tos ahogada y seca le interrumpió; rechazó la mano que trataba de ayudarle, de retirar la baba de sus comisuras y devolverle la dignidad que tanto había cuidado antes de que la enfermedad le marchitara-, escúchame, hijo. Te he criado lo mejor que he sabido. Te he enseñado todo lo que sabes. Espero que haya sido suficiente.


- ¿Suficiente para qué? -habló sólo porque su padre parecía haber dejado de hablar, sin aliento. Aun así, un nuevo manotazo le alcanzó esta vez, de lleno en los labios. No rechistó, sabía qué quería decir. No debería haberse atrevido a  interrumpir a su padre. Él se incorporó ligeramente, tirando de su almohada hacia abajo para ponerlo en su espalda. El joven le miraba sabiendo que tratar de ayudarle demasiado pronto le traería otro arranque de rabia; sólo después de agotar todas las posibilidades este hombre aceptaba bajo mínimos depender de otro. Su hijo sólo podía sentir que era a él mismo a quien su padre estaba desaprobando, personalmente.


Con torpeza y dolor en las quebradizas articulaciones, el anciano lo logró por sí mismo y se retorció sobre su espalda, buscando febrilmente un poco de comodidad hasta rendirse:


- Tú tienes que ser fuerte. Más que nunca, más que yo. Ahora mismo podría levantarme y pegarte una paliza si quisiera; eso no puede consentirse. Eres un nenaza -la ira y la frustración maceraban en el interior del muchacho cabizbajo, mezcladas con un miedo primordial que le hacía creer que era cierto, que este enfermo sin fuerzas para levantarse de la cama era mucho más capaz y más hombre que él.- Serás fuerte, fuerte de veras, y me darás un nieto, que yo ya no voy a conocer porque no te has dado la prisa que debiste. -tosió, se inclinó a un costado y escupió algo viscoso y negruzco en el orinal que asomaba bajo su cama- Los hombres de ciencia, esos tipos de ciudad, estirados con manos de mujer que necesitan ir en coche a todas partes, esos dicen que sólo los más fuertes sobreviven. Lo aciertan, ¡es verdad!, pero llegan a la respuesta por el camino equivocado. La fuerza es la fuerza antigua, el poder de la tierra, lo antiguo; lo que antes de que los hombres fueran ya peleaba por ser más de lo que era, y peleaba contra lo que fuera, hasta contra el cielo si se le oponía...


Ya era muy raro que hablara tanto. La boca se le quedaba sin saliva y cada palabra era más seca, más rasposa y gutural. Después de una frase tan larga, las últimas palabras pronunciadas parecían venir de una voz completamente diferente. Para el joven, la mirada ensoñada y algo vidriosa de su padre le era desconocida; jamás le había visto así, ni cuando su madre vivía.


La temblorosa mano rebuscó en su cuello y extrajo la cadena con el pequeño relicario que Renardo siempre le había visto llevar consigo. Apenas sabía nada de ese adorno, fuera de que su padre lo obtuvo cuando trabajaba en Marruecos. El símbolo de la mano conteniendo un ojo, la mano de Fátima, conjuro contra maleficios sobre su portador. Pero cuando su padre lo puso en su mano, apreció por primera vez algo más; las tallas minúsculas, asombrosas, en el vidrio amarillento que simulaba el ojo. Tardó unos momentos en darse cuenta que las líneas trazadas, intrincados símbolos geométricos y algunos que reconocía asociados a los signos del zodíaco estaban dentro de la propia gema.

- Lo único que he querido siempre -la voz moribunda le sacó de su ensoñación- era que tú fueras... fuerte... mi descendencia, mi estirpe. Somos fuertes, todos lo somos. Mi padre, tu abuelo... me forzó a serlo, me hizo duro... nunca consintió nada. Y así he querido criarte yo, hijo, pero tú... eres diferente. No sé ni si lo intentas. Pero ahora ya no estaré yo y tú no... no cometas mis errores... coge el amuleto y-y... -la cara palidecía, los labios azulados boquearon como un pez- deshaz... deshaz...


Se desplomó de espaldas, en la cama, desordenando las sábanas abiertas, el pecho marchito dilatándose, hundiéndose, tratando de insuflar un poco más, sólo un poco más, de aire, pero insuficiente para formar más sonidos que un gemido incoherente. Los ojos hundidos y la barbilla apoyada en el pecho, cuando finalmente volvió a hablar fue con esa voz desconocida, baja y sibilante:

- Deshaz todo lo que está mal... engéndrame a un hijo, un hijo más fuerte, más capaz que tú, que supere todo lo que ha sido antes. Coge el amuleto y llévalo siempre, llévalo cuando lo concibas en una mujer... y le pondrás por nombre Djinn, que significa "el invisible", porque su poder estará oculto hasta que mi momento regrese de nuevo...

Estas fueron sus últimas palabras. Renardo las recordó siempre. Nunca con tanta fuerza que cuando el médico puso en sus brazos, recién nacida, a su hija.

Empezó a beber poco después.