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jueves, 27 de febrero de 2014

Djinn Despierta (3): Altzairu

¿Conoces ese sentimiento de querer pegarle a alguien que nos dicen que contengamos desde críos? ¿Sobre todo si coincide que eres una chica, aunque me hayan criado como a un chico?

Chorradas.


No hay nada mejor que soltarlo. Yo llevaba años haciéndolo. Primero levantaba el colchón y lo apoyaba en una pared de mi cuarto, hasta que me harté de tener que hacerlo cada vez. Me busqué una pieza de gomaespuma, un asiento de sofá o algo así, y lo clavé en el muro junto a mi cama. Lo necesitaba a mano porque cada vez me hacía más falta.


Cuando el primero estuvo demasiado aplastado y denso y los vecinos empezaron a molestar, fui a por otro bloque de espuma. Y luego otro y otro. Aquel día empecé a golpear la quinta capa endurecida, aplastada hasta curvarse hacia el interior. Se sentía como golpear cuero. A partir de la tercera capa, si seguía más de diez minutos me empezaban a sangrar los nudillos. Conozco a gente que se hace cortes en los brazos y usan el dolor para no pensar. Yo no. Yo uso la rabia. Y cuando me duele, tengo más. Así que sigo.


Me pillé unos guantes de entrenamiento de boxeo, muy usados. Los saqué de un gimnasio pijo que se podría permitir comprar otros. Para cuando los reventé, mis nudillos se habían curtido. No es que ya no me sangraran nunca, pero el dorso de mis manos era fuerte, duro. Era como ver mi propia personalidad haciéndose visible en mis manos y dedos. Si me acercaba a alguien, cuando aun estaba en el instituto, quedaba claro para las chicas que yo no era como ellas, y para los chicos que yo no era una de esas crías normales.


No soy normal. No soy adecuada. No soy de esas ni lo seré. Me basta que me guste lo que veo cada mañana en el espejo y no dejar de soñar. Aunque no sea fácil, aunque cada día siga haciendo cosas que no me gusta hacer. Por ejemplo, m
e había despertado a las doce de mediodía. No era raro que me levantara a esa hora desde que tuve que dejar el insti para poner algo de comida en la mesa. Encontré un trabajo, lo perdí; encontré otros y hice todo lo que pude. Pero no sé ser puntual. No sé tener disciplina. Mi padre me hizo así, no me dió nada de lo que debería dársele a una hija. Apenas lo que se le da a un hijo. Me dejó lista para ser una fracasada como él.

Si dejo que esos pensamientos sigan, empiezo a odiarle. Le odio, odio todo lo que él es. Odio que me haya hecho como él. Y no quiero odiarle, me quema dentro, y con todo, es mi padre. Pero cuando llego a este punto, no sé parar.

Golpeé y seguí golpeando. Cada vez veía menos claro el colchón. La vista se me emborronaba de rabia y lágrimas. Machaqué la espuma más y más; mis puños quedaban grabados un momento y se difuminaban otra vez... pero cada vez menos. No pensé, no quería seguir pensando. Aceleré los golpes. Empezaban a doler. Empezaban a retumbar en la pared. Empezaban a no bastar.


Me dejé caer sentada sobre las mantas de mi cama, jadeando y sudorosa; ni lo había notado hasta ahora. Arrojé la camiseta a un lado y me quité los shorts; agarré la toalla y fui a darme una ducha. Fría; el calentador llevaba un año roto, pero ahora mismo lo necesitaba. La piel me quemaba. Por un momento imaginé que, así como estaba, ese tipo moreno volviera a entrar como cuernos lo hubiera hecho la primera vez, y me encontrara así. Por una parte, no quería que me viera así. Por otra... no, definitivamente no quería que me viera en estas condiciones. Quizá con el pelo limpio. Y el piso limpio. Y el cuerpo limpio. Yo que sé. Mis propios pensamientos me incomodaron.


Estaba pensando en él cuando me fijé en la tarjeta de visita que había dejado. La recogí y la leí. Volví a leerla. Pasé casi cinco minutos tratando de pronunciar correctamente su nombre, incluso después de darme cuenta de que no tenía forma de saber si lo hacía bien o no.


- Alyosha... Kutznesov. -bien, tendría que preguntarle a él cómo se decía. La tarjeta me daba una dirección y su cargo. "Presidente de Altzairu Internacional". Guau. Presidente... en serio, ¿de donde había salido este tipo?


Hice lo posible por arreglarme. Me lavé, me cepillé el pelo para desenredarlo, me contemplé. Ojos claros, limpios. Muy sinceros, me dicen siempre. Me dicen que se me ve qué pienso y qué siento, que soy auténtica. La linea de la barbilla igual que la de mi padre; la sonrisa de mi madre. Gracias por darme eso al menos, mamá.


Busqué ropa limpia. No tenía nada bonito, pero al menos podía ir decente. Un chándal fue lo mejor que encontré; volví a recogerme el pelo en un pañuelo y salí a la calle.

Me llevó cuarenta minutos llegar a la sede de Altzairu. Era discreta, un edificio de oficinas tan elegante y tan habitual que nadie se hubiera fijado en él. Un edificio de treinta plantas de los que contienen cien empresas diferentes, contratando a comerciales diariamente y donde había tenido trabajos de cuatro días demasiadas veces.


Sólo que aquí sólo había una. Altzairu era la única empresa. El uniforme del portero tenía placa de Altzairu. Los pisos estaban marcados con las diferentes divisiones de la empresa, contabilidad, investigación y desarrollo, todo eso, todo de Altzairu. Lo más raro fue que el portero me echó un vistazo y simplemente me dio un pase magnético de invitada. Me enseñó cómo abrir el torniquete y me hizo pasar sin una sola pregunta.



Entré por impulso, antes de que se arrepintiera, y me encontré perdida en el barullo del edificio de oficinas. Fui un rato de aquí para allá, pensando que si alguien decidía que no debía estar allí iba a tener problemas y, por eso mismo, sin atreverme a preguntar por Alyosha. Terminé por rendirme; a los cinco minutos de preguntar, estaba sentada en la recepción de su despacho. Su secretaria -demasiado joven, demasiado bien vestida, demasiado guapa para ser de verdad sólo su secretaria; imposible, no me lo quería creer- me dio conversación mientras filtraba llamadas, me ofrecía y servía un refresco, organizaba un horario mensual y me explicaba un poco cómo hacerlo. Era genial. Era todo lo que yo no. La odié un poco por eso. Un poquitín. Era demasiado maja para odiarla más.


Las puertas de cristal opaco se abrieron al fin, pero no era Alyosha. El primero en salir fue otro hombre, más joven, máximo un par de años mayor que yo. Nada más verlo pensé en un animal salvaje. Una melena rubio ceniza, oscura se derramaba con ferocidad sobre unos hombros anchos, fuertes. Los ojos oscuros pero brillantes entre el flequillo, agudos, recorriendo el recibidor para reconocerlo, recorriendo a la secretaria un instante.

Recorriéndome a mí con la velocidad de un escalofrío.

Su cara, aniñada pese al firme mentón, contrastaba, llena de una asombrosa paz, pero a la vez una controlada tensión, como un perro de presa -Presa: PREsto a SAltar- relajado pero capaz de ser fiero. Vestía una chupa de cuero negro tres cuartos, hasta las rodillas, pero sin mangas. Debajo una camiseta igualmente negra, tejanos, y unas botas militares que parecían venir directamente de una guerra.

Podría haber sido un príncipe vikingo. Podría haber luchado junto a William Wallace en Braveheart. Podría ser un bárbaro de novela de fantasía. Donde estaba fuera de lugar era en el siglo 21, en un despacho de una elegante oficina. Casi tan fuera de lugar como yo misma.

Alyosha salió tras él y me dirigió una luminosa sonrisa. Se la devolví y se la retiré al momento, recordando que no estaba allí de visita sino para pedir explicaciones.

- Te estaba esperando  -me dijo con una dulzura que me robó otra sonrisa involuntaria. Se dirigió al pelirrojo - Djinn, este es Lorca. Lorca, Djinn. A partir de ahora, la protegerás con tu vida.

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